Cuentan que, en Uzbekistán, el tiempo no avanza, se despliega.
Todo comienza en Samarcanda, cuando el viajero cruza su umbral azul y siente que entra en una historia escrita siglos atrás. Las cúpulas turquesa brillan como si aún aguardaran el regreso de las caravanas, y en cada mosaico parece latir una promesa antigua.
El camino continúa hacia Bujará, donde las madrassas se alzan como guardianas silenciosas y las plazas guardan el eco de sabios, mercaderes y poetas. Allí, entre bazares y minaretes, uno descubre que la belleza puede ser paciente, que se revela solo a quien camina despacio.
Khiva aparece entonces como un cuento al anochecer, una ciudad amurallada donde la luz dorada acaricia las torres y el viajero se siente guiado en el desierto, por las historias y los pasos de sus antepasados.
Un itinerario que enlaza cada capítulo, un viaje que invita a dejarse llevar por la magia de la Ruta de la Seda, como si uno se adentrara en una narración que sigue escribiéndose a cada paso.
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