Nos espera el tren, el expreso de la Compañía Ferroviaria Oriental, 20 horas de trayecto desde Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, hasta la frontera con Brasil.
La locomotora se pone en marcha y torpemente va arrastrando los vagones. Avanzamos a 40 kilómetros por hora, a veces a menos. Comienza el traqueteo. La gente desde el andén nos despide mientras el tren, como una torpe lombriz de tierra, se va deslizando hacia el oriente. Puedo abrir la ventanilla, algo que ya tenía olvidado en los viajes en ferrocarril, sentir el aire fresco acariciar mi rostro y aliviar el tremendo calor de esta tarde. A pesar de ello el día está hermoso y blancas nubes algodonosas cuelgan del cielo azul sobre un paisaje bucólico, convirtiendo esta escena de inicio del viaje en ferrocarril en una experiencia casi onírica. Me dejo llevar y disfruto de este recorrido que me lleva a otra época. El paisaje es de pura sabana, grandes árboles solitarios, pequeños sotobosques y llanuras herbáceas amarillentas a la espera de la estación de las lluvias. Paramos en estaciones solitarias de ambiente fronterizo, hay gente siempre sentada a la espera bien de coger el tren o de que ocurra algo, muchas no van a emprender siquiera viaje y se entretienen mirando como única ocupación del día. Se suben y se bajan fardos e incluso llego a ver descargar un sofá con su mesa correspondiente. Entran y salen mujeres vendedoras de comidas y bebidas y cantan melodiosas letanías para atraer a los posibles compradores. Anoto en mi diario una oferta gastronómica de lo más variada, refresco de coco, pocochinche, nombre de un refresco de frutas tropicales. Jugo de tamarindo, asadito de pollo, asadito de chancho, jugo de naranja, jugo de piña, todas naturales por supuesto. Dulce paraguayo, heladitos, cuñaque (empanada de maíz y queso), majadito de gallina, pescado frito, yuca cocida y frita, chicha fría, jogurt, refrescos, soda, café brasileiro.
Por mi parte me zampo un asadito de pollo con un buen aderezo de especias picantes y un exquisito café. Las horas van pasando mientras el paisaje va tomando los tonos cálidos del atardecer, unos jóvenes cantan a bordo, un paisano ronca a brazo partido y una señora lee en una revista de medicina un artículo profesional, después me cuenta que es medica en un hospital de Santa Cruz. Con las últimas luces del día llegamos a la estación de San José de Chiquitos, la única población importante en cientos de kilómetros a la redonda, muy cerca de algunas de las llamadas Misiones Jesuíticas. Paramos un buen rato y podemos bajar del tren con tiempo para sentarnos un rato junto al andén. Justo al lado una señora tiene dispuesta una humeante barbacoa y alrededor ramonean unos perros. Sopla un aire seco y casi cálido y apenas atisba a refrescar un poco esta noche calurosa. Compro varias cervezas bien frías y nos disponemos a cenar algo de la barbacoa. Al rato, el silbato de la locomotora llama al pasaje, hay que proseguir viaje. Agradezco que el tren comience su marcha, por la ventana entra un aire reparador procedente de la noche extremadamente oscura, sin luces de casas o villorios, mientras atravesamos ahora la serranía de Chiquitos, el único resalte geográfico de importancia antes de llegar a Mato Groso. Me acomodo como puedo para pasar la noche, dormito a veces, el vagón ahora va casi vacío pues mucha gente se quedó en San José. Sigo dormitando cuando me despierto con mucha sed, he tenido el fallo de no subir agua, Adolfo tampoco y la barbacoa nos hace estragos. Paramos en una estación, unas niñas se acercan vendiendo de todo menos agua, compramos unos dudosos refrescos de color rosa que al poco nos dejan la boca como un pastiche, ¡joder qué sed!. Sigue el traqueteo, vuelvo a dormir, tengo pesadillas sedientas. Paramos en otra estación en la madrugada calurosa, saltamos del vagón como posesos, por fin encontramos agua fresca. ¡qué delicia! Y me entrego al sueño reparador. Abro los ojos con las primeras luces del día, el revisor ya es nuestro amigo y nos da la bienvenida a la nueva mañana. Por fin, llegamos a Puerto Quijarro, desde la ventana atisbo la desolación de una ciudad polvorienta, seca, sucia y desolada, “the absolut the end”, anoto en mi diario.
© Faustino Rodríguez Quintanilla, texto y fotos.
Territorio fronterizo Bolivia-Brasil. Noviembre 2012.
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