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Amazonas, aguas arriba

Amazonas, aguas arriba

“Avísote, Rey y Señor, no proveas ni consientas que se haga alguna armada para este río tan mal afortunado, porque en fe de cristiano te juro, Rey y Señor, que si vinieren cien mil hombres, ninguno escape, porque no hay en el río otra cosa que desesperar”.
Lope de Aguirre, Carta a Felipe II, 1561

Es madrugada, el "Golfinho" –así se llama nuestro barco– navega aguas arriba del Amazonas. Todo está oscuro y siniestro, el río como siempre, voluptuoso e impredecible, se desliza como una culebra gigante sobre la selva densa y musculosa.

Llueve torrencialmente un agua templada. El capitán alumbra con la linterna, no sé cómo puede ver o sí acaso ve algo, imagino que conocerá al río de memoria, pues aquí no hay balizas ni GPS. De cuando en cuando escucho cómo grandes troncos y ramas a la deriva golpean el casco de nuestro barco. Se me ocurre que en cualquier momento este cascarón se va a partir en dos o tres pedazos. Pasan las horas y por fin amanece, con las primeras luces me entra un suave relax y duermo feliz arrullado por el soniquete del agua. Selva y más selva.

Nos detenemos en un puertecillo llamado “Caballo Cocha”; ajetreo de “peque peques” (pequeñas lanchas). Veo un barco grande de pasajeros que hace la ruta de Iquitos a Manaos, más de tres mil kilómetros de río. Se trata de una mugrienta nave llamada “El Gran Diego”. Pasamos un control militar y de aduana. Nos encontramos en un punto caliente de tráfico de cocaína y de muchas cosas más. El militar, un joven bajito pero con cara de mala leche, le pregunta a mi compañero de asiento, un joven colombiano que viaja hacia Iquitos; –¿cuál es su profesión?, –soy comerciante señor. –A ver, enséñeme la mochila. El militar la registra, saca algunas pertenencias y una cuerda de varios metros. –¿Esto para qué es?, le espeta con voz alta. –Una cuerdita no más, señor. –Sí, ya veo que es una cuerda pero le he preguntado que para qué. –Noo, buenoo, balbucea con voz quebrada mi compañero, –para poder hacer unas medidas y por si hace falta para algo, señor. –Désela al capitán y al final de la travesía que se la devuelva.

El barco sigue. Tenemos un “polizón” a bordo. Un pobre abuelete se ha colado sin billete. El capitán mira en la lista y no aparece. Al poco retrocedemos al puerto y lo bajan sin contemplaciones. Selva, agua, más selva, algunas chozas aisladas. Nos dan el almuerzo, una fiambrera con arroz, frijoles y un pescado rebozado junto con un vaso de “Inka Cola”. La tarde va cayendo cuando avistamos las primeras casas de Iquitos, han sido casi trece horas en las que hemos cubierto 500km sobre el río más caudaloso de la Tierra. Es la mejor forma para hacer este viaje, sentir que formas parte del barco, casi una maquina más, sentir que formas parte del río, dejarte llevar, sumergirte en el sopor del trópico, en caso contrario te vuelves loco. El puerto es un bullicio de gentes de un lado para otro, suenan músicas y ritmos sensuales y el ruido y los olores invaden el paisaje. Al poco nos tomamos una fría cerveza Iquiteña en la terraza del bar de Fierro, en la Plaza de Armas, sus paredes encierran historias de la selva, de truhanes, aventureros, buscadores, soñadores y malandrines. La plaza presentaba aquella tarde una alegre apariencia, alumbrada por farolas de luz tibia.

© Faustino Rodríguez Quintanilla, texto y fotos.
Río Amazonas, travesía Leticia-Iquitos, Colombia/Perú, diciembre 2010.
Jerez, abril 2016.

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