Ayer dió comienzo el mes de Ramadán. Cientos de millones de musulmanes han comenzado esta semana su mes sagrado. Inevitablemente, estos días me traen recuerdos, recuerdos no lejanos y hermosos.
Las tardes en el Alto Atlas son dulces y relajantes, los últimos rayos del sol poniente acarician las montañas y los tonos rojos y ocres estallan en suaves colores produciendo beatitud en el ambiente. Aquélla tarde el aire volaba limpio mientras un pastorcillo se afanaba en recoger su rebaño. Como siempre, habíamos acampado en un excelente prado cercano a un arroyo de cristalinas aguas. Me encontraba, como otras muchas veces, dirigiendo uno de nuestros recorridos por las montañas de Marruecos. Pero, esta vez era diferente, nos encontrábamos en pleno mes de Ramadán. Nuestros viajeros, una buena tropa de gente que estaba atravesando el Atlas en bicicleta, acababan de instalarse y saboreaban la merienda después de una jornada de pedaleo, encarando puertos y vientos atlantes. Junto con mi equipo marroquí de guías, cocineros, muleros, conductores, ayudantes…, estábamos inmersos en plena faena de aprovisionamientos y de cocina. En la medida en la que el sol comenzaba a marcharse, las caras de manifiesta alegría comenzaban a dibujar los rostros quemados de mis amigos musulmanes. Esta vez también yo había decidido sumarme al ayuno. Así que desde que amanecía hasta que se iba el último rayo de sol no probábamos alimento alguno, tampoco líquidos, ni siquiera agua.
Con la caída del sol algunos se lanzaban como posesos a las primeras ingestas del día. Otros, de forma más suave, pero juntos comenzábamos a ingerir los preciados alimentos y bebidas. Té, dátiles, dulces de Ramadán con miel, pan con aceite de oliva y la tradicional harira, una sopa que da vigor al cuerpo. Era el momento de las risas, de los chascarrillos del día, de las bromas, del Ramadan Mubarak. Llegaba la noche y en nuestra cocina de campaña se cocinaban ricas viandas, cuscús con pollo, tajine de carne y ciruelas, verduras estofadas…, con la que alimentar a nuestros viajeros. Nosotros cenábamos un poco más tarde y luego a luz de la hoguera repasábamos el cielo estrellado. Alguien se lanzaba a tocar el darbuka y los cánticos de viajeros y bereberes eran los únicos sonidos en la noche oscura atlante, ante una corte de niños y jóvenes que acudían al campamento desde aldeas cercanas. Yo marchaba pronto al saco y caía rendido con el sonido del tambor y el croar de alguna rana cercana. Mis compañeros musulmanes seguían tocando el tambor y aún comerían un poco más antes del amanecer. Así viví el Ramadán en el Atlas, una mezcla de sacrificio y de fiesta. Eso es el Ramadán. RAMADAN MUBARAK, FELIZ RAMADÁN a mis amigos.
© Faustino Rodríguez Quintanilla, texto y fotos.
Montañas del Atlas, octubre de 2006.
Jerez, junio 2016.
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