Unas fiebres en Harar

Unas fiebres en Harar

El aire volaba templado y seco cuando llegamos al pequeño aeropuerto de Dire Dawa, un villorrio polvoriento al pie de unas viejas montañas rojas y áridas. 

Me ha gustado siempre buscar ciudades míticas y estaba a punto de llegar a una de ellas. ¿Cómo sería aquélla ciudad enclaustrada entre murallas, casi inaccesibles, hasta la llegada del explorador R. Burton en 1855? Un taxista nos llevó en un viejo Peugeot que resoplaba subiendo las rampas de las montañas. Hacia el sureste veíamos fértiles valles con cultivos de frutales y de Chat (Cathia Edulis), la verde hoja que mascan en el este de África desde tiempos inmemoriales. La caída de la tarde nos recibió a nuestra llegada a Harar y todo un enjambre de "ayudantes" nos rodeó a la salida del taxi para llevarnos a un hotel. Los Harari, unos veinte mil, hablan su propia lengua semítica y forman el grupo cultural más numeroso de la ciudad. Siempre fueron musulmanes, devotos sufís, que mantuvieron su fe, pese a estar rodeados de cristianos y de animistas.

Con el fresco de la mañana paseamos cerca de la vieja estación de ferrocarril abandonada de la época colonial. Aún en su fachada, cuelga el vejo cartel "Chemin de fer Djibuto – Ethiopien". Como muchas cosas en Etiopía, un buen día se abandonaron y allí quedaron, tal cual, reavivando los fantasmas del pasado. Poco después entramos por una de las puertas de la muralla de Harar, un laberinto de callejuelas encaladas y de colores nos recibió, un decorado muy diferente del resto de Etiopía. En el ambiente se respiraba tranquilidad y el paisaje urbano y el paisanaje me recordaba a las medinas norteafricanas, tan familiares para mí. Paseando y mirando fueron pasando las horas; gentes con trajes de colores, mercados de carne, de especias, de verduras, de legumbres... En los extramuros, un barecillo, dulcemente cutre, nos agasajó con cerveza fría y nos protegió del tremendo sol de los trópicos. Con la caída de la tarde, de nuevo el bullicio se apoderó de la vieja ciudad. Fuimos a ver la casa, maravillosa casa de madera, del poeta Arthur Rimbaud, aventurero y comerciante francés que buscó en Harar su refugio particular. Poco después, con la llegada de la noche y de pronto, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, comencé a temblar y a rechinar los dientes. Estaba aturdido y con la ayuda de mi compañero apenas pude llegar a la habitación de mi hotel. 

Me acurruqué entre las sábanas y Paco pidió una manta con la que me abrigó pese al calor reinante. Dormitaba y tenía pesadillas con mosquitos traicioneros y me agobiaba pensando en que en pocos días tenía que volar a España. En aquel momento, el virus del Ebola, estaba en primera plana de la actualidad y la histeria se había apoderado de muchos aeropuertos. Las pesadillas me llevaban a lúgubres habitaciones de hospitales y a salas inertes aeroportuarias. Creo que aquélla noche sudé como una bestia. Con el amanecer abrí los ojos, sentía el aire fresco de la mañana y los pajarillos de colores cantando y revoloteando entre los árboles tropicales. Me entraron unas enormes ganas de tomarme un buen café etíope. Lo hice en el pequeño y descuidado jardín del hotel y pude comprobar que los altos de grados de mi fiebre se fueron como llegaron. Pocas veces he disfrutado tanto una mañana.

Harar, Etiopía. Octubre de 2014.

Jerez, Agosto de 2017.

© Faustino Rodríguez Quintanilla, textos y fotos.

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