El día está gris, las montañas parecen más austeras y salvajes de lo que son. Avanzamos por el páramo, solitario y desolado, pisando caminos de barro y nieve, al fondo, entre girones de nubes aparecen glaciares gigantes, mientras un rebaño de llamas pone una nota amable en el rudo ambiente.
Hemos dejado atrás el paso de Portachuelo y ahora bajamos hacia la laguna Viconga en donde en sus proximidades instalaremos el campamento de hoy. Unos cientos de metros más abajo y a mi izquierda, sobre un alto que domina la laguna veo con sorpresa dos cabañas muy bien hechas, con piedra y tejado de paja. Se ve que son construcciones sólidas y por ello deben estar habitadas, lo que me corrobora el ladrido de unos perros, que aunque lejos, se han percatado de nuestra presencia. Bajamos algunos centenares de metros más y justo a la derecha del camino aguarda una chiquita. —Buenos días señor, —me dice en perfecto y melódico castellano— ¿Cómo se llama? —Faustino —le respondo— y mi compañero se llama Roberto. —¿Y tú? —Me llamo Adelaida. —¿Qué tal Adelaida, vives en esas casas? —Sí señor. —¿Vives todo el año? —Sí señor, con mi papá, mi mamá y mis hermanos, tengo cinco hermanos —nos dice, señalando con los dedos de la mano—. Yo soy la mayor y tengo siete años, el pequeñito es muy bebé. —¿Vas a la escuela, Adelaida? —Sí señor —y me señala el sendero abajo—. Tardo tres horas en ir y tres en volver, caminando. No me quedo en el colegio porque no hay camas y el profesor me riñe si no voy. —Adelaida es la exquisitez de la palabra hablada, la educación en persona y la suavidad en las formas. Sus ojos negros vivarachos resaltan entre sus mofletes quemados por el sol, el frío y los vientos andinos. No pide nada, sus modales y educación no se lo permiten. —¿Quieres un chocolate? —le pregunto. —Sí señor. —Roberto y yo vaciamos nuestras bolsas de comida y con cara de felicidad lo guarda todo en un pequeño saco de tela. Al poco seguimos el sendero y Adelaida baja con nosotros, la bolsa se le cae y me presto para ayudarla, a lo que accede. Vamos hablando y tan sólo atisbo a recomendarle que no deje de ir a la escuela. Después, le cuento algo que ella seguro no entiende y es que los niños de mi país van al colegio en el coche de sus padres y algunos de estos incluso intentan meter el coche dentro de la escuela. —¿Está muy lejos su país? ¿Cuándo salgan de las montañas volverán allí? —Más abajo llegamos a la intersección del sendero con el camino que va a su casa. Nos despedimos y me dice: —muchas gracias señor por ayudarme con el porteo de mi bolsa. —Adelaida, sin más, a 4.300 metros, en los Andes.
Andes del Perú, Septiembre 2019
Jerez, Noviembre 2019.
Texto y fotos © Faustino Rodríguez Quintanilla Con Robert Alonso
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