“Si eres un gourmet empedernido, la Pamir Highway no es tu destino culinario”. Esta pequeña cita sacada de mi Cuaderno de Viaje y releída hace poco me ha traído grandes momentos a mi cabeza.
Hace varios años tuve la suerte de realizar una de las rutas más impresionantes de la Tierra. La llamada “Pamir Highway” o “Autopista del Pamir” sigue el trazado del llamado “Corredor Wakham”, a través de las montañas del Hindu Kush, el Karakorum y el mencionado Pamir, el nudo de montañas más grande de la Tierra, entre Tadjikistán, Afghanistán y Kirguizstán. Llamarle “autopista” a cientos de kilómetros de pistas de tierra y asfalto destrozado es algo que aún me sigo preguntando. En más de 1.000 kilómetros apenas hay restaurantes. Sí se encuentran, aunque no muchos, algunos puestos de comida, varios hoteluchos y alguna “homestay” donde descansar en las noches oscuras. Generalmente te ofrecen una ensalada de pepino y tomate, una sopa y un plato de papas con zanahorias donde retoza algún trozo de cordero. Eso sí, siempre acompañadas de té verde a voluntad. Los fabulosos paisajes que atravesamos durante una larga semana te abstraen y por ello no te preocupas mucho de las delicias culinarias. De todas formas, casi siempre encontrábamos algún “oasis amable”, algunos puestos en donde si no eres escrupuloso puedes calmar el apetito con cierta garantía saludable. Recuerdo aquéllos “raviolis” de carne en el ribazo de Korog, o una coliflor rebozada, con guarnición de arroz “pilav” en Murghaz, un cocido de verduras bajo un emparrado en Iskhasin y unos huevos fritos con patatas en la “homestay” de Langar, después de explicarle al cocinero cómo tenía que prepararlos y éste sin entender por qué lo cambiamos por la carne de cordero. O aquélla comida en casa del tío de Ibrahim, nuestro chófer musulmán, junto al lago Karacol, en donde nos agasajaron con mantequilla rancia de Yak y trozos de “Cabra de Marco Polo”, que habían cazado el día anterior en las laderas del Pico Comunismo. Las estancias también tenían su “encanto”, aparte de los wc que no tenían remedio, intentamos buscar acomodo para pasar las noches gélidas y resguardarnos de vientos ululantes, entre decoraciones simpáticas y coloristas pinturas con las que al parecer soñaban los propietarios de aquéllos alojamientos perdidos. Por eso, cuando unos días más tarde llegamos al final de la ruta, al oasis de Osh, con sus humeantes restaurantes al aire libre y sus ancestrales casas té, comprendí que esta ciudad siempre fuera un lugar de descanso y de relax de las caravanas que desde tiempo inmemorial hicieran la Ruta de la Seda, un lugar para reponer fuerzas antes de proseguir por las salvajes tierras de China.
Texto y fotos © Faustino M. Rodríguez Quintanilla.
Jerez, Abril 2019. (Pamir Higway. Septiembre 2016.)
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