Hace unas horas acabo de regresar del Rif, esas montañas unidas a mi vida y a nuestra historia. Pasaba por la aldea de Talanfrouk, de la pequeña mezquita zawiya rural un paisano salió a ofrecernos té. ¡Qué lejos de ese islamismo envenenado, qué lejos de lo que piensan muchos sobre lo que pasa en estas tierras!, pensé.
En aquélla ocasión, la aduana de la República Islamica de Pakistán nos requisó nuestras pocas botellas de vino y whiskie. De esto hace algunos años, pero ya apuntaban maneras.
Navegamos río de arriba de la cabaña Sacambú. Grandes nubes algodonosas que escalan hacia el azul. Algo te dice en tu interior que detrás de aquélla curva del río va a aparecer algo diferente, una ciudad, un pueblo, quizás un puertecillo…, pero llegamos y aparece a lo lejos otra curva más, selva y más selva, árboles musculosos y gigantes como titanes, lagunas escondidas y una maraña que parece querer engullirte.
La mañana está azul y el sol invade el pequeño cementerio de Macugnaga, bajo la impresionante cara sur del Monte Rosa, mientras paseo entre lápidas y tumbas.
No para de llover, llevamos así muchos días. Alcanzamos un alto por encima de los 3.800 metros.